Juanito tiene tres años, ha comenzado su escolarización hace seis meses y en la escuela, esa escuela en la que muchos se centran sólo en eso de aprender rápido a “leerescribirsumarrestar”, aprendió que había un niño al que le llama con nombre y apellido, con el que se le alegraba la vida, aprendió a jugar con él, estar a su lado, a compartir. Juanito le llamaba amigo. Y decir amigo, ver al amigo, estar con el amigo le hacía sentirse genial.
Juanito, los niños en general, solo saben de convivir con sus compañeros sin más perspectiva de futuro que vivir en el presente, sin temor a ser influenciados, lo hacen a puro corazón, al más puro “me encanta estar a tu lado”. Bendita amistad aquella que hace que disfrutar la proximidad sea lo único importante.
Pero Juanito se ha encontrado, de repente, pues de repente es como nos solemos topar con la vida, que su amigo se ha ido a vivir a otra ciudad. Y está enfadado, enfadado en el colegio, enfadado en casa y pregunta que dónde está su amigo.
¿Están preparados nuestros hijos e hijas para decir adiós a un amigo? Pues la verdad es que creo que no. Es un problema que de pronto tu mejor amigo se vaya a vivir a otra ciudad y de la noche a la mañana te veas privado de su compañía en la escuela.
“Ya se le pasará”, decimos los adultos, quitándole importancia a su malestar. Pues claro que se le pasará, pero lo roto está ahí. Los rotos de la infancia, los rotos de la niñez si no se tienen en cuenta, si no se les ayuda a los niños a “coserlos” pueden construir adultos descosidos. Juanito tan solo necesita ayuda de los adultos para encajar este malestar, este dolor, esta forma en que la vida le arranca de cuajo un amigo.